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 John Wesley:El Elemento Tiempo en la Salvación ( predica)

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charlye43




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MensajeTema: John Wesley:El Elemento Tiempo en la Salvación ( predica)   John Wesley:El Elemento Tiempo en la Salvación ( predica) Icon_minitimeDom Abr 04, 2010 2:23 pm

El Elemento Tiempo en la Salvación
Mi padre solía decirme que el “mañana es algo que siempre está viniendo y nunca llega”. Esto me confundía mucho, y pensaba cómo podía ser eso que el mañana estu¬viera siempre en el futuro. Cuando el mañana llega se con¬vierte en “hoy”. Años más tarde comprendí que los niños no son los únicos perplejos con el problema del tiempo. Los filósofos han escrito sesudos libros para exponer sus pensamientos acerca del problema. ¿Qué es lo que le da al tiempo su elemento de continuidad? ¿Dónde está el tiem¬po pasado? ¿De dónde viene el futuro? Todo lo que sabe¬mos del pasado es lo que está en la memoria. Lo que sabe¬mos del futuro está en la imaginación. ¿Y Qué es lo que le da al presente su carácter especial de fluidez? Es mucho más fácil plantear estas cuestiones que resolverlas.
Hemos aprendido a dividir el tiempo en pasado, pre¬sente y futuro. La parte del tiempo realmente importante para nosotros es ese vital, elusivo, viviente y fluido mo¬mento que llamamos el ahora. ¿Cuán largo es el ahora?
Parece ser el punto en el cual la Eternidad irrumpe en el río del tiempo, igual que una brasa de carbón que al pasar por una corriente de aire se enciende y chisporrotea. Eso es ahora. Mientras nos vamos moviendo en el devenir del tiempo, vivimos siempre en el ahora, porque el ahora es algo que se mueve junto con nosotros. Esto es lo que el apóstol quiere explicar cuando escribe: “Hoy es el tiempo de salvación”. No solamente que hoy, o ahora, es el mo¬mento propicio para aceptar a Cristo, sino que la única sal¬vación que tiene validez y significado es la que tenemos momento a momento. En este mismo sentido habla el apóstol Juan al decir que nosotros estamos teniendo vida eterna. Es lo que quiere dar a entender Pablo cuando dice en Romanos 8:1: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. No es suficiente que apuntemos hacia atrás, al momento cuando fuimos recon¬ciliados con Dios y nacimos de nuevo. Es necesario que vi¬vamos, sin condenación, cada momento sucesivo del ahora.
Supongamos que uno va manejando un automóvil por la carretera y llega a un punto donde el camino está en construcción. Por detrás quedan cientos de kilómetros de camino pavimentado: son los antiguos ahoras que han quedado cristalizados en la memoria. Por delante, no hay más que proyectos de camino en forma de moldes y planes del ingeniero, imaginación y esperanza. El punto principal es la mezcladora de concreto, la que va formando el cami¬no a medida que avanza, el fluido ahora.
Visto en cierto modo es un mero instante. Visto de otra manera podríamos decir que nunca vivimos en otro tiempo sino en el ahora, porque cada momento que hemos vivido ha sido en su oportunidad un ahora. Ahora, enton¬ces, es una gran continuidad, algo más que la memoria de los momentos pasados, y es por eso que sentimos que el ahora es cualitativamente diferente del pasado y del futuro.
La salvación, más que ninguna otra cosa, es algo que pertenece al momento presente: una cosa viviente, fluida, en formación. Tiene sus memorias y sus esperanzas, pero memorias y esperanzas serían escapes a la realidad si las hiciéramos substitutos de la salvación que es ahora.
La vida cristiana tiene sus memorias. Por ejemplo, tenemos la memoria de la conversión que cantamos her¬mosamente en el himno:
Día feliz, cuando escogí,
Servirte mi Señor y Rey.
Feliz es el hombre que puede hablar de un día especí¬fico del pasado, un tiempo definido cuando tuvo esa expe¬riencia, el día que se convirtió. En el nacimiento físico, natural, nadie piensa que se le hace injusticia a los largos meses de gestación prenatal ya pasados, ni a los años del desarrollo por venir, si se considera el evento del naci¬miento como una gran crisis. La madre bien sabe que ese día es especial, y ¡para el padre es también una experien¬cia inolvidable! Todos están de acuerdo en que el día del nacimiento debe ser celebrado dignamente cada año. ¿Por qué ha de ser diferente el día del nacimiento espiritual? Hay ciertos métodos evangelísticos que descuidan el trata¬miento “prenatal” y dejan a la persona en un estado de “semi-convertido”; o si se convierte de veras, luego lo dejan perecer de inanición en el camino. ¡Pero la solución a este problema no es tratar de omitir el simple hecho del nacimiento!
También hay otras crisis en la vida cristiana: victorias espirituales que se han ganado, oraciones que han sido contestadas, direcciones e inspiraciones recibidas por el Espíritu, iluminaciones de la Palabra de Dios, y muchas veces que hemos dado nuestro testimonio obteniendo pre¬cioso fruto. Por todo eso damos gracias a Dios, y también por aquel momento en que entregamos por completo nues¬tra voluntad al Señor y recibimos la limpieza y pureza de corazón que hizo posible la vida de santidad.
El cristiano se enriquece con la memoria de sus gran¬des experiencias espirituales. Pero debe tener cuidado que esas queridas memorias del pasado no se conviertan en el substituto al desafío de vivir santamente ahora. He escu¬chado muchos testimonios que dan cuenta del día, el mes, y el año de la experiencia de la conversión. Todo eso sería motivo de gozo si no fuera por el hecho de que es una me¬moria estéril que olvida que la salvación es un proceso continuo. Para estos hermanos su salvación es una memo¬ria, un hecho del pasado. No pueden testificar que “ahora es el día de salvación”. ¿No estableció Juan Wesley la regla en las reuniones de sus sociedades de que nadie ten¬dría que dar un testimonio que fuera más viejo que una se¬mana? ¡Qué diferente serían nuestras actuales reuniones de testimonio si aplicáramos esa regla!
La esperanza es igualmente una parte muy bendita de la gracia divina cuando la usamos para enriquecer nuestra vida cristiana, pero es un grave peligro cuando se la con¬vierte en un escape de la realidad presente. La imagina¬ción es la cuna de la invención, pero también la de los sueños vanos. Multitudes de cristianos cubren la falla de su vida presente con la promesa que se hacen a sí mismos de que algún día tendrán la victoria sobre el pecado, y el mal hábito, o cualquier otra falla. Ellos debieran recordar que la salvación es un asunto de ahora.
El cristianismo es una religión de esperanza. “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Corintios 15:19). Es notable ver que, históricamente, la doctrina de la esperanza cristiana ha florecido en proporción directa a la cantidad de sufrimiento que han sufrido los cristianos. Algunos de nosotros, empero, estamos agradecidos de poder decir que nuestra esperanza no es una flor de nuestro sufrimiento, sino de creer firmemente en “la palabra profé¬tica más permanente”. Tenemos esperanza por razón de la Palabra de Dios. ¡Pero esta gloriosa esperanza no debe ser un escape a la realidad del ahora! Para el Cristiano la espe¬ranza debe ser una fuerza con la cual encara la lucha de la vida cotidiana. Es esencialmente anti-cristiano usar la es¬peranza como un escape del desafío del día presente. Cual¬quier énfasis sobre la segunda venida de Nuestro Señor que nos releva de la responsabilidad de tratar de cambiar nuestra presente mala sociedad, es un escape indigno.
La salvación como algo presente, viviente, debe estar arraigada en la Cruz. Pero aún la Cruz como una sublime memoria no es suficiente. Ella debe ser parte de nuestro presente, de nuestro momento existencial presente. Es fácil cantar acerca de gloriarse en la Cruz de Cristo “que se levanta sobre las ruinas del tiempo”, y al mismo tiempo negarnos a tomar la Cruz para andar con ella cada día. Tenemos demasiadas cruces decorativas: cruces de enor¬mes ventanas de iglesia, catedrales en forma de cruz, cruces de oro, de plata, de joyería. ¡Bellísimas cruces! Pero cruces sin sangre, sin sudor, sin polvo, sin agonía. Gaylord B. Noyce dice que hemos llegado a idealizar la cruz a tal grado que si queremos conservar su ofensa sería mejor que usemos en su lugar un lazo de verdugo. ¡Necesitamos la cruz como un modo de vital experiencia en la salvación que es ahora!
La cruz entra en nuestra experiencia en el preciso momento en que dejamos de impresionar a Dios con nues¬tras bondades, y nos arrodillamos para recibir el perdón por la sangre derramada de Cristo. Este es el objetivo de la cruz. Aparece otra vez cuando nos entregamos a Dios como sacrificio vivo. Persiste cuando nos enfrentamos al mundo y las cosas que están en el mundo. Mientras quede en el mundo un solo hombre que no se haya convertido, y mien¬tras que el Reino de Jesucristo no cubra la tierra como las aguas cubren el mar, el cristiano verdadero debe seguir llevando la cruz en su corazón. Este es el aspecto subjetivo de la cruz. Ambos aspectos, el objetivo y el subjetivo son esenciales para la salvación que es ahora.
No hay por qué tenerle lástima al hombre que ha to¬mado la Cruz seriamente, porque él es el hombre más feliz del mundo. El ha encontrado su hogar, por fin. Su vida ha sido transformada en un momento, y esa transformación permanece como algo continuo, porque él mantiene su experiencia cristiana en el ahora. Ha aprendido el secreto de morar en Cristo. He ahí su glorioso privilegio. Es de esta manera como la vida se hace radiante, gozosa, milagrosa. Por quienes se debe sentir realmente compasión, es por aquellos que son meros religiosos, que no se han rendido completamente a Dios, y nunca han abrazado la Cruz.
La salvación que se mantiene en el gozo del momento presente es aquella que depende sólo de Cristo, crucificado y resucitado, Cristo viviendo dentro de nosotros tal como nosotros vivimos en El. Cuando uno ha experimentado esta clase de salvación, no se contenta con nada inferior. Así como la iglesia debe batallar continuamente contra la sofocante intromisión del formalismo en su vida espiritual, así el cristiano debe estar permanentemente en guardia contra el peligro de ceder del nivel de esa salvación que es viviente, brillante, gloriosa, real, ¡y todo ello ahora!
¿Cómo podemos preservar ese brillo? ¿Qué debemos hacer cuando notamos que nuestra vida se desliza hacia niveles más bajos? A veces nos damos cuenta que aunque no hemos conscientemente roto la comunión con Dios, ni hemos cometido pecado, tenemos sin embargo, menos gozo que antes, y hay menos entusiasmo y fulgor en nues¬tra experiencia que antes. ¿Qué podemos hacer entonces? ¿Cómo podemos conservar ese sentido de milagro en nues¬tra vida cristiana?
Primero, debemos examinar nuestras relaciones con los prójimos. Esta prueba se basa en la rectitud y el amor. Si hemos hecho algún mal a otro, y no hemos reparado el daño, es inútil tener gozo en la salvación que es ahora. Todas nuestras relaciones tienen que ser justas. Esto signi¬fica tener que devolver lo que es propiedad de otro, si lo hemos guardado impropiamente, corregir las malas impre¬siones que hemos causado y cumplir las promesas que hemos hecho, tanto a los hombres como a Dios.
En uno de mis cargos pastorales conocí a un hombre que a menudo se hallaba en el pantano de la desespera¬ción. No parecía tener ningún gozo en su vida cristiana. Un domingo por la noche, después del servicio, me confesó que muchas de sus tribulaciones provenían de que siempre hacía promesas a Dios de devolver cierta cosa, pero nunca lo llevaba a cabo. Decidimos entonces salir juntos a la ma¬ñana siguiente, y no regresar a casa hasta que él hubiese cumplido cabalmente su promesa. Primeramente tenía que ir a la compañía de tranvías, porque él había viajado sin boleto muchas veces cuando era niño, y quería hacer restitución de ese dinero. También quería ir a la compañía de ferrocarriles porque muchas veces había hecho viajes sin boleto de varios cientos de kilómetros. Había que ver el problema que tuvieron esas dos compañías para decidir cuánto dinero les había defraudado este hombre viajando sin pagar tantos años atrás, al grado que las compañías optaron por perdonar las ofensas. Después tuvimos que buscar por toda la ciudad a un judío, que se ocupaba de la compraventa de chatarra y hierro viejo. En los tiempos de la primera guerra mundial, este hombre, junto con otros jóvenes había saltado la verja del corralón del judío, le ha¬bía robado una carretilla llena de hierro viejo, y se la había vendido al mismo judío. Con el dinero obtenido habían comprado licor. Cuando le contamos esta historia al descendiente de Abraham, las lágrimas corrieron por su rostro. Le hacía mucho bien—nos dijo—encontrar a un hombre tan honesto. Pero él se había hecho millonario con el negocio de compraventa, y no necesitaba el dinero. Pero si mi amigo deseaba quedar en paz con su conciencia, el judío le sugirió que diera los cinco dólares al pastor, para alguna viuda o huérfano pobre. El hombre así lo hizo. Lue¬go este hombre pagó varias otras cuentas atrasadas de doctores y de otros acreedores de muchos años atrás. Cuando hizo todo esto, ¡qué paz y gozo inundaron su cora¬zón! Una salvación viviente debe estar basada en la rec¬titud.
Mi esposa contó esta misma historia a un grupo de cristianos indios, y uno de los líderes del grupo que la oyó, se sintió profundamente afectado. El también había viaja¬do muchas veces sin pagar boleto. Alentado por la historia del hombre que había sido tan fácilmente perdonado, fue a la compañía de ferrocarriles y confesó haber viajado muchas veces sin boleto. Agregó que, como cristiano que era, deseaba hacer restitución del dinero defraudado. El empleado que lo atendió le preguntó cuántas veces, y entre qué estaciones había hecho los viajes. El hombre dio todas las explicaciones. Entonces el empleado del ferrocarril hizo los debidos cálculos y le presentó una cuenta completa. El cristiano indio volvió a mi casa cariacontecido. “¿Qué hago ahora?”, dijo “yo pensé que iba a ser perdonado tal como el hombre de quien usted contó, y ¡mire, tengo que pagar esta cuenta!” La rectitud, verdaderamente, a veces no sale barata.
No es tanto el volumen de la falta lo que importa, sino las pequeñas zorras que estropean las viñas de una limpia conciencia. Yo aprendí la misma lección, cuando era muchacho, y después de haberme paseado, sin pagar, en una de las diversiones de un carnaval, tuve que regresar, confesar y pagar para que mi infantil alma estuviera en paz.
Pero no solamente la rectitud, sino también el amor es una prueba en nuestras relaciones. Muchas veces en la iglesia nos afirmamos tanto en la rectitud que nos olvidamos de la importancia del amor. Lo más pronto que aclaremos una situación tirante, tanto mejor, porque la sospecha y la tensión tienen la tendencia de crecer rápi¬damente. Estoy seguro que el noventa y cinco por ciento de las discordias de la iglesia no surgen de malos motivos sino más bien de la incomprensión. “La carencia de compren¬sión lleva frecuentemente a la incomprensión”. Como cris¬tianos necesitamos llevar vidas transparentes y conservar transparentes todas nuestras relaciones. Grandes males vienen por insistir que el error está en la otra parte, y que por lo tanto, hasta que ellos no se arrepientan, nada se puede hacer para solucionar el asunto. No importa cuánta razón tenga yo, si soy cristiano, estoy bajo la obligación de reconocer que si mi hermano tramó algo malo contra mí, yo soy parte de una mala relación, y no puedo decir que estoy viviendo en una relación de amor con todos los hom¬bres hasta que yo tome la iniciativa de dirimir nuestras diferencias. Si espero que mi hermano tome la iniciativa primero, estoy compartiendo su misma culpa. Amar fran¬camente es una gracia cristiana que debe ser cultivada más ampliamente en el día de hoy.
Una segunda prueba de la vida cristiana es la victoria sobre la tentación. Probablemente no hay manera más rápida de perder el gozo que andar en el camino de la de¬rrota. Quizás la derrota ha llegado a ser tanto la norma de nuestra vida que sentimos mucho menos compunción que antes. Tal vez hasta pensamos que hay buenas razones para no desear o esperar algo mejor. Uno puede aun dedi¬car su vida para el trabajo misionero en lejanas tierras y todavía llevar esas derrotas en su interior. Nueve de cada diez veces, la mejor prueba de la entrega absoluta a Dios no consiste en salir a la obra misionera dejando patria, hogar y familia, sino en desechar ese pequeño pecado que constantemente salta para acusarnos. ¿No podemos es¬perar nada mejor de un Cristo perfecto que un camino de derrota? ¿Tenemos que testificar que fuimos salvos diez años atrás, pero ahora tener memorias recientes de derro¬ta? No, gracias a Dios, nosotros podemos ser “más que vencedores por medio de aquél que nos amó”. Cuando la cruz se hace real en nuestro corazón, lo suficiente para ser el sitio de crucifixión de todos los pecados que nos derro¬tan, experimentamos el poder de la resurrección del Cristo viviente en una salvación que es ahora, llena de gozo y vic¬toria. Esta es la esencia de la santificación. La santifica¬ción como experiencia es una crisis a la que uno llega en el momento de rendirse por completo, y es también un pro¬ceso, puesto que uno mantiene la validez de ese rendimien¬to en cada momento sucesivo del perpetuo ahora, aplicado a áreas adicionales de vida anti-cristiana que aún quedan dentro de nosotros, tal como nos lo revela Cristo en noso¬tros por el Espíritu Santo.
Estrechamente unida a la conservación de la victoria, está la disciplina de la vida devocional. Es un glorioso privilegio poder orar a Dios, y saber que El nos oye en cual¬quier lugar y momento, aún en medio del ruido y la multi¬tud. Pero esta clase de oración es un substituto muy pobre para esos largos períodos de quietud y devoción en los cuales hablamos con Dios, y El con nosotros, períodos en los cuales nuestra alma encuentra su expansión.
Las devociones a la ligera producen un carácter frívo¬lo. No hay ningún substituto, si uno desea profundidad y solidez de carácter, para los momentos de quieta y repo¬sada meditación. No hay corrección para las superficiales y versátiles filosofías, semejante a la que encontramos en la Palabra del Eterno Dios. No hay mejor modo de comenzar el día de trabajo para incrementar la eficiencia personal que escuchando la voz de Dios, en los momentos en que podemos disfrutar de completa paz. Y no hay otra manera mejor para cambiar las cosas que por medio de la oración.
En cierta ocasión me encontraba celebrando cultos en un gran colegio cristiano de señoritas en la India. La di¬rección del colegio había dispuesto un día para que tuvié¬ramos conversaciones personales con las muchachas que deseasen consejo. Las alumnas vinieron por docenas. La pregunta más frecuente de todas era esta: “¿Qué puedo hacer con los pensamientos divagantes en la oración?” Las personas que viven en casas de departamentos o en vecindarios muy bulliciosos comprenderían de inmediato el problema de estas muchachas. Me sentí feliz de poder explicarles que, por lo pronto, los pensamientos erráticos y vagabundos no son un pecado en sí mismos; segundo, que deben ser tratados en la misma forma que los pensa¬mientos erráticos y vagabundos que nos asaltan cuando leemos o estudiamos; y tercero, que comenzar el período devocional con una lectura bíblica sirve para concentrar nuestros pensamientos. No es necesario que la disciplina se convierta en una esclavitud. Más bien debe ser el cami¬no hacia una verdadera libertad. Para muy pocas personas la vida devocional es una delicia desde el principio. Para la mayoría de nosotros comienza por ser una disciplina.
Siempre que mi alma empieza a sentirse débil, me cercioro primero si he estado orando definidamente, y segundo, si he recibido respuestas también bien definidas. Oraciones indefinidas siempre traen respuestas indefi¬nidas.
Finalmente, debo mencionar el dar testimonio como un medio de conservar el brillo de la experiencia cristiana. Testificar no es precisamente discutir. Recuerdo que cuan¬do era estudiante me gustaba discutir con mis compañeros y sentía una especie de orgullo al persuadirme de que podía “ganar” al discutir sobre mi fe evangélica. Pero nunca pude convertir a nadie con eso, y siempre que me encuen¬tro discutiendo de religión con alguien me doy cuenta que estoy fallando. En el testimonio no hay discusión. Testifi¬car es compartir, y si el propósito que uno comparte es falso, entonces el testimonio es falso también. El dar un testimonio cristiano a personas de otra fe, tales como ju¬díos, musulmanes o hindúes, nos obliga a escudriñar nues¬tro propio corazón. Y al poner en forma de palabras algo que es real en nuestra vida, descubrimos que deja en su estela una nueva seguridad de su realidad. Conduce a cris¬talizar, para uso de uno mismo, sus propios recursos inte¬riores. Además de ser un medio muy efectivo de ganar almas para Cristo, ejerce una influencia reflexiva de gran valor.
Por este y otros medios, uno mantiene y cultiva su salvación, la cual debe esta siempre en el eterno ahora.

¡¡¡¡Maranata Cristo viene!!!!Amén.

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